Cruzando las vías…
Cruzando las vías y el pequeño
bosque de eucaliptos que pone límite a los campos de regadío, se llega a la
estación y a la vieja escuela.
La casa, pintada de blanco con
persianas verdes, tiene dos plantas; la
parte baja se utiliza como colegio y la alta está destinada a ser vivienda para
la maestra.
Una escalera de dos tramos desciende
hasta un patio que es a la vez el de la escuela. En el descansillo se encuentra
el único aseo de la vivienda que no cuenta con bañera ni ducha; así que los
baños de inmersión, que no la higiene
por partes, se restringen a los sábados en barreño de zinc.
Las mañanas no son sencillas para una familia con cuatro criaturas
a las que hay que lavar, vestir, peinar, obligarles a tomar toda la leche,
procurar que no se olviden ningún cuaderno y que lleguen puntuales a la
escuela. Tras la marcha de lo colegiales, la maestra desciende para recibir a
la chiquillería en fila de babis blancos mientras en el quicio de la puerta deja
a la abuela con el bebé en brazos.
A la señal de la cruz y el
avemaría le siguen el copiado del libro de Historia Sagrada, la numeración, el
cálculo y los problemas; para acabar con las preguntas de la Enciclopedia
Álvarez o copiando cien veces la tabla del siete. Por las tardes, labores y catecismo.
Algunas veces, la madre de
Frasquita hace roscos de limón y manda algunos, en esas ocasiones, la abuela se
sienta a tomar café con su hija.
Sentada al fresco en su silla de enea, deja pasar la
tarde hasta que llega la hora del Santo Rosario. La luz de la mariposa de
aceite reúne a las mujeres de la casa para rezar por las tormentas, los hombres
vivos y muertos, y por las ánimas
benditas del Purgatorio. Así los días, los meses, los años, donde el tiempo lo
marcan los ciclos de regadío y las cosechas.
La rutina sólo es interrumpida
por las visitas de la ahijada de la maestra, su sobrina Luisa.
Con el fin de las clases y la
llegada del calor a Sevilla, la niña que cuenta diez años, suele pasar algún
tiempo en la casa de la estación disfrutando de la libertad que otorga la
familiaridad de los pueblos; además siempre
puede distraer a las primas pequeñas, ayudarme en la casa y olvidarse del ambiente de la ciudad; sentencia
la abuela.
Este verano, los pechos de Luisa
han crecido. Como la abuela notó que se agitaban irreverentemente mientras saltaba
a la comba, comenzó a coser un sostén de cintas de raso uniéndolas con
diminutas puntadas de ratón.
“Ahora vengo, que me llaman, abuela”
“No te vayas de la puerta que
quiero ver como te queda o no acabaré nunca”.
“Hola, Mari Tere”
“Date prisa que tú la quedas.
¿Por qué te llama tanto tu abuela?”
“No sé; me está haciendo un canesú, creo.”
Hacía algunos días que a la niña,
la tripa se le rebelaba a ratos. Sentía el vientre cada vez más inflamado y no
soportaba la presión de las cinturillas de las faldas pero no dijo nada. Se ha
desabrochado un botón mientras cose la muestra de punto de cruz; seguro que la
abuela le dará una cucharada de ese apestoso aceite de ricino, o aún peor, la
convencerá de que se lo tiene merecido por no sé qué desmán cometido y
olvidado.
En la puerta, se charla hasta
tarde, se cuentan cuentos o se mira la pared que ilumina la farola con su
teatro de salamanquesas cazadoras.
Algunas noches, Luisa finge tener
sueño y se mete pronto en la cama. Las
sábanas ásperas y frescas le hacen sentir caricias que terminan en
inconfesables, agitados y prohibidos sueños.
Esas turbulentas y confusas noches despiertan con remordimientos por los
inciertos pecados cometidos.
Hoy se ha despertado en mitad de
la oscuridad empapada en sudor, pero no es capaz de abrir los párpados. El
sueño abotarga sus sentidos y aún así nota el dolor en el vientre. Están húmedas
la cama y sus bragas. Como un ladrón, sale a la escalera y baja el primer tramo
hasta el aseo. Quizá sea la cena que no encuentra hueco. Al sentarse en la taza
del excusado ve la mancha parda, rojo oscuro, casi negra.
Es sangre. Se va a morir. Dios la
ha castigado. Y grita.
Su tío golpea la puerta y le pide
que abra, pero ella sólo grita.
“¡Retírate de la puerta!”
Quizás por miedo a que la puerta
le caiga encima reacciona y consigue abrir.
“¡Tito, mira!”
Su tío la mira y se marcha. Luisa
se queda sola llorando sin poder dejar de mirar la mancha en sus bragas bajo la
luz de una bombilla que se llena de mosquitos y polillas.
No recuerda cuanto tiempo pasó
hasta que llegaron su tía y su abuela.
No se iba a morir, decían. Todas
las mujeres tenían eso todos los
meses.
Sábanas y ropa limpias. Su tía le
entrega unos paños higiénicos y unos imperdibles. La acuestan con un poco de
leche caliente y una copa de ginebra.
La abuela la acaricia mientras
recita la letanía que las mujeres han oído desde el principio de los tiempos
“A partir de mañana no podrás jugar, ya no eres una niña.
No te bañes y ten cuidado no se te mojen los pies; si se corta te
puedes volver loca.
Vigila no te sientes en la misma silla donde estuvo un hombre
o te quedarás embarazada….”
Y Luisa se veía en sueños
caminando por un larguísimo pasillo sin ventanas, sólo puertas que se iban
cerrando a su paso con un golpe seco mientras repetía Ruega por nosotros…
Qué inocentes éramos a esa edad, en aquellos tiempos. Cuánto ha cambiado todo desde entonces.
ResponderEliminarCuántos recuerdo...
Precioso relato
Besos